El tomate feo y la promesa de una nueva civilización. Otra interpretación de la ley del desperdicio alimentario.
Por Santiago Fernández
Durante décadas, hemos vivido inmersos en una paradoja alimentaria tan silenciosa como cruel: campos llenos de frutas y verduras desechadas por no ser lo bastante «bonitas», supermercados que ocultan tras sus estanterías una coreografía diaria de destrucción de excedentes, y restaurantes que limpian platos a medio terminar sin pestañear. Todo esto mientras millones de personas, dentro y fuera de nuestras fronteras, siguen teniendo dificultades para acceder a una alimentación suficiente y digna.

La aprobación de la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario en España marca un punto de inflexión. Por primera vez, se convierte en obligación lo que hasta ahora había sido solo una recomendación ética: no tirar comida. Pero más allá de las medidas concretas —como obligar a bares y restaurantes a ofrecer envases reutilizables o exigir planes de prevención a las empresas— lo que se pone en marcha es un cambio de paradigma. Uno que puede transformar no solo nuestras empresas, sino también nuestra cultura, nuestras prioridades y nuestra forma de ver el mundo.
Esta ley nos invita a mirar la realidad desde un lugar incómodo. Como ya advertía Karl Marx, hemos construido un sistema que privilegia la apariencia por encima del valor de uso. El tomate feo, igual de sabroso, ha sido sistemáticamente despreciado por un mercado que convierte la estética en sinónimo de calidad. La nueva legislación subvierte esta lógica y obliga a revisar el significado mismo de lo valioso. En su reverso, puede estar germinando una auténtica revolución cultural.
No estamos simplemente ante un asunto técnico o medioambiental. Lo que está en juego, como señalaría Erich Fromm, es un cambio en nuestro modo de ser: del consumo compulsivo centrado en el tener, al consumo consciente centrado en el ser. Ya no se trata de acumular alimentos bonitos, sino de saber qué hacemos con ellos, qué significan en una sociedad donde el hambre y el despilfarro conviven.
En este sentido, la ley no solo legisla: educa. Como advirtió Michel Foucault, el poder más eficaz no es el que castiga, sino el que moldea hábitos. Igual que hoy nadie fuma en espacios cerrados sin que haga falta un cartel, quizá dentro de poco tirar comida se perciba como una transgresión social intolerable. La norma opera como un dispositivo de transformación cultural, no por imposición, sino por interiorización.
Las empresas, por su parte, están llamadas a ocupar un nuevo rol. Ya no bastará con reciclar o con colgar una etiqueta de sostenibilidad. La responsabilidad social se integra ahora en la operativa diaria: registrar el excedente, donarlo, justificarlo. El desperdicio dejará de ser un coste asumido y pasará a ser una métrica estratégica, como lo es hoy el consumo energético o las emisiones de CO₂. Y, de forma quizás aún más profunda, puede cambiar la forma de comunicar. El marketing de lo impoluto puede dejar paso al marketing inverso, donde lo imperfecto se vuelve símbolo de autenticidad, y donde un calabacín torcido dice más de una marca que cualquier claim de “natural”.
Por último, está la promesa. Como defendía Hannah Arendt, las acciones verdaderamente transformadoras son aquellas que rompen el ciclo de lo repetido y abren un espacio para lo nuevo. Esta ley puede ser precisamente eso: un gesto político que, desde la comida, nos reconecta con la ética del cuidado, con la dignidad de los recursos, con el respeto por quienes los producen y por quienes no los tienen.
No se trata solo de sobras, de frutas feas o de envases reciclables. Se trata de una pregunta fundamental: ¿qué tipo de civilización queremos ser? Una que convierte la abundancia en desperdicio, o una que transforma el respeto por los alimentos en una forma de justicia. Con esta ley, España ha dado un paso valiente. Ahora nos toca a todos —empresas, ciudadanos y administraciones— convertir ese paso en camino.